martes, 18 de mayo de 2010

Con Peter Eisenman en la Ciudad de la Cultura

Es la segunda vez que visito las tripas de este proyecto. Conocía la incómoda cotidianidad de la Ciudad de la Cultura: los sucesivos escándalos de un proyecto interminable en euros, tamaño, riesgo y tiempo, las comparecencias ante el Parlamento gallego y la continua bronca en la prensa. Como los compostelanos, me había acostumbrado a ver crecer la mole de Eisenman, como si el monte Gaiás se abriera poco a poco y se acercara a la ciudad.
Al ascender hoy, casi 12 años después del fallo del concurso, lo que sorprende más es eso:
Cómo el monte absorbe un proyecto de 70 hectáreas y hasta 52m de altura y cómo la ciudad va absorbiendo también el monte cada vez menos lejano.

Quisiera que lo invadiera -comenta Eisenaman.

¿En serio?

-“Sí. No quiero que mi proyecto sea una joya aislada. Quiero que forme parte de la ciudad”, replica. Pero no es esa su especialidad. El arquitecto norteamericano sabe que el aislamiento es el precio de los iconos. Sus edificios lo son. Y la Cidade no puede ni ha querido ser nunca otra cosa. Eisenman sabe también que será su obra más importante. Cuenta que le han aconsejado que no hable ya de Fraga. Reconoce que éste es el proyecto de ese político a quien él llama “Manolo” pero no visita desde que recibió la consigna de no mentarlo. Con todo, asegura que los gobiernos de derechas son mejores para la arquitectura “porque el pensamiento de izquierdas busca consenso y eso entorpece la arquitectura” y confiesa que cada vez que llega a Santiago se asombra ante su propia obra.
Nos acompaña Antonio Maroño, el arquitecto supervisor de la Fundación Cidade da Cultura de Galicia. Su punto de vista es radicalmente distinto. Tiene 44 años y habla de síndrome de Estocolmo. Cogió una excedencia para supervisar este proyecto y lleva diez en él. Fue como volver a la escuela. ”Es otra manera de trabajar, otro orden. Este edificio necesita otro tipo de atrevimiento. Y Eisenman tiene el lenguaje para hacerlo”, dice sin entrega pero con pasión. No le falta razón. Uno imagina una caja descomunal y se le cae a los pies. Piensa en un edificio cortando el monte en dos y siente vértigo.

“La propuesta inicial tenía una fuerza tan grande que parecía complicado que esa intensidad pudiera arrastrarse con coherencia hasta cada una de las piedras que componen el edificio. Al final todo es coherente por que es el edificio el que dicta las normas”, explica Maroño.

A seis meses de la inauguración de dos de sus seis edificios (Biblioteca y Archivo) parece que, por fin, el proyecto va a hablar con voz propia. Con todo, una vista a las heridas del Monte Gaiás tiene algo de viaje en el tiempo. Con el casco puesto, lo primero que sorprende es que un inmueble futurista y de futuro desvele, todavía inacabado, una preocupación del pasado: la de mover el suelo, la de convertirse en terreno. ¿Puede un edificio pensado para lanzar una región hacía un nuevo futuro cultural arraigarse en una forma arquitectónica de otra década?

Es evidente que Eisenman querría su obra alejada de cualquier referencia temporal y, tal vez por ello, este es su primer edificio de piedra. Eso contribuye a anclarlo y a alejarlo de las modas arquitectónicas. A pesar de su desmesura y su exceso formal, la piedra lo asienta en el lugar con naturalidad.

La Biblioteca y el Archivo están ya listos. También las torres de Hejduk –que Eisenman le prometió construir en su lecho de muerte- están erigidas como un faro, animando la construcción del monumental empeño de la Xunta, de Eisenman y del estudio de Andrés Perea, que es quién ha dibujado todo el proyecto ejecutivo. Este dato puede sorprender en España. Pero es habitual en Estados Unidos. Eisenman jamás detalla sus ejecutivos. Él es el responsable del diseño. El hombre de las ideas. “Y no es fácil que una pase a la historia”, dice.
Las carpinterías metálicas y su intrincada estructura, ahora a la vista, le confieren al futuro museo un aspecto de osamenta animal extremadamente sugerente. El tamaño del proyecto y sus formas sinuosas engullen al visitante. Puede parecer caprichoso, pero se trata de uno de esos lugares en los que dos personas no se encuentran solas y dos centenares no se molestan. La compleja geometría no sólo asienta el proyecto en la cima del monte, también lo acerca a la escala de los usuarios. A pesar de su radicalidad, a pesar de su forma icónica es, sin duda, un ejemplo de arquitectura no visual y por eso resulta difícil de retratar, aunque el impacto físico que logra en el visitante está a la altura de sus enormes dimensiones. Lo que este arquitecto de 78 años lleva décadas defendiendo -una arquitectura para los otros sentidos que la cultura actual no colma- se materializa en Santiago.

Durante la visita Eisenman le pregunta a Antonio Maroño por el cambio de color de unas diagonales de piedra en la fachada. Éste responde que es la junta de dilatación.

-No hay que querer saber demasiado -me dice Eisenman-. Lo importante es lo que sientes.

-¿Qué siente usted? -pregunto.

-Asombro.

Cuenta Maroño que tuvieron que rechazar la primera partida de piedras de cantería. El cantero tenía tanta prisa que adelantó los cortes. El 85% era inservible. Ha pasado lo mismo con varios paños de cristal. Y se han quedado sin piedra local. Ahora la importan de Brasil. “Y esa mezcla mejora la arquitectura. Nos creemos que todo es orden y al final el azar te hace regalos”, cuenta Eisenman. “Una obra es eso: tomar decisiones y continuar. Si este proyecto se parece un 80% al que yo ideé, será un gran logro”, decreta. “Esto es el resultado de la falta de complejos”, remata Antonio Maroño en castellano. Se cala de nuevo el casco y regresa a la obra.
 
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